El río tormentoso (Cuento corto)
Por Paolo Castillo
Avanzando por entre las callejas añejas de mi Cuzco querido. Ya nada era como antes. Vituperando inconscientemente mi pasado añorado, mi juventud querida que ya no volverá, por entre el atolladero bullicioso de mí destino tormentoso.
Volvía por fin. Volvía a mi propio principio, a mi pasado melancólico. Cuzco seguía siendo el mismo desastre que era antes: Hablo de la juventud y de los impunes que vendrían a ser nuestros dirigentes «los servidores públicos, por no decir aprovechadores y bellacos, ¡enemigos de lo público!», ¿cuándo llevarán a Cuzco al siglo XXI?, que aún seguía siendo un pueblito grande. Un pueblito con una juventud inmersa en una plena degradación moral y espiritual, pero no vine desde tan lejos a hablar de estos indeseables.
Lucas, mi hermano, se estaba muriendo. Se me estaba adelantando ante este matadero arrollador llamado vida. Se me estaba escabullendo poco a poco de esta realidad. Luquitas no perdía nada si yo me moría, pero yo si perdía muchísimo si es que él realmente me dejaba. El se llevaría consigo, a la tumba, todo mis buenos recuerdos de la infancia, y yo nada porque mi memoria ya anda trastocada desde hace mucho por culpa del río tormentoso de la existencia.
Y de pronto, de entre recuerdo y recuerdo, llegue a la vieja casita de mis padres, que son los que ya no existen; los que se fueron primero. «Pum pum pum» golpee la puerta con mano dura, así como nos golpeaban los curitas salesianos si es que no rezábamos el rosario como ellos ordenaban. Como los odio a esos abusivos y borrachos curas truhanes y arrogantes. ¿Por qué obligar a alguien a hacer algo que no le nace? Uy, me olvidé que ellos son hijos de su santísima madre, como el papa «hablo de la puta, la gran puta, perdón, quise decir la santa iglesia católica, o sea: La inquisidora, la torturadora, la asesina, la del santo oficio, la del Índice de Libros Prohibidos, la de las Cruzadas, la que bañó de sangre a Jerusalén, la que arrasó con las culturas indígenas de América, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas, la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma, la que reprime a las demás religiones pero a la vez exige libertad de culto, la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión, la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora». Aun seguía igual como la dejé, cuando decidí dejar este país e irme a vivir el olvido en otra parte. Después de todo este viaje me estaba resultando literalmente un suicidio, porque en cada esquina, en cada calle, me estaban esperando los recuerdos que aun tienen cuentas pendientes conmigo ¡qué horror!, un horror un poco menos grande como el que sentíamos cuando después del auto golpe de estado, por parte del mismo presidente Fujimori, el dólar subió imparablemente y toda la economía se nos iba rápidamente al carajo. Y nuestras industrias quebraban como nuestras cumbres nevadas, y el campo se iba a la ruina, al igual que la justicia y el porvenir que se cerraba.
Después de varios minutos y varios golpes míos, la puerta se abrió. Era la enfermera que cuidaba a mi hermano y que después me hizo pasar al interior de mi ex-casita, viejita como yo. Entonces entré. Entre como en mis recuerdos y como en mis sueños borrosos. Ahí está el sillón; ahí está el piano; ahí están los mismos cuadros de siempre; ahí están los recuerdos, que intentaba borrar, que pretenden atacarme cuando esté muy desprevenido.
Por entre las penumbras de cada rinconcito de la casa, la muerte estaba asechando sigilosamente ¿Qué querrá? ¿Vendrá por mi o por mi hermano?, ojalá que sea por mí, que ya viví lo suficiente para seguir caminando y caminando entre este río tormentoso y cruel.
—¡Ey, muerte! —le dije, muy agotado por el viaje— quédate aquí y cuídame las maletas, que no me alcanzan las fuerzas para seguir cargándolas.
No vaya a ser que me las roben y me vayan a quitar lo que el gobierno le quita a la gente, que es la estabilidad, la seguridad y el bienestar, de a poquito. Pero lo que pasa, es que la gente lo niega porque toma lo más fácil «aún que ya me lo haya quitado, el pueblo, con tanta indulgencia denigrante. Es que nadie hace nada, pero todos reclaman ¡Idiotas, se abusan del derecho a la idiotez!»
Con su sonido fuerte, el reloj, marcaba las doce. Con sus campanadas intimidantes, el reloj, intimidaba a la muerte que se escapaba por entre el disturbio de mis recuerdos que querían cobrarme mis cuentas pendientes. Pero logré alejarme, a duras penas, de ellos para ir a ver por fin, a mi querido hermano.
—Lucas, ¿cómo te sientes?
¿Cómo me iba a contestar semejante estupidez? Era obvio, se sentía muy mal. Se me estaba muriendo de esa enfermedad que les da a los drogadictos de jeringa y a los maricas. ¡Qué injusticia!, ¿Por qué el todo bondadoso siempre se lleva a los que deberían vivir?, ¿por qué no me lleva a mí, que ya viví lo suficiente? Luquitas que apenas tenía veinte añitos y yo viejo cansado.
—¡Paolo!, —alcanzó a decir, al percatarse, que el que le hablaba, era yo— ¿Cómo estás? ¿Cómo te fue en el viaje?
—Un desastre, —le contesté
—¿Y por qué un desastre? —preguntó inquieto, encorvando las cejas de la intriga y abriendo los ojos de la impresión.
—Viajar al Perú siempre fue turbulento para mí, y esa turbulencia me turbulentaba el alma hereje y el corazón agotado que tengo.
Sin saber que contestarme, me mostró una sonrisa, y luego me abrazó. Y yo también lo abracé. Y después de abrazarme, él, rió y yo también reí con él, y luego la muerte se reiría de nosotros cuando me lo arranque de mis brazos.
Jamás olvidare los fines de semana vividos contigo en la finca de nuestros abuelitos. Cuando éramos niños, y cuando salía el sol, y cuando la vida nos veía juntos por entre los árboles de capulí, y los árboles llorones como mi alma, y los árboles de la añoranza que volvía a mí con muchísima nostalgia.
—Luquitas, ¿te acordás la vez que vimos a esa ovejita nacer, allá en la finca de los abuelos?
¿Cómo no se iba a acordar?, si con el viví esa felicidad tan inmensa. Nunca, nunca, nunca pero nunca volví a ser más feliz en mi vida. Al ver en mis recuerdos cada arroyito, cada ovejita, cada arbolito y cada riachuelito, que ahora ya no están porque a nadie le importa la naturaleza, ni los animales. ¡Por Dios!, que a nadie le importan los animales. Ni siquiera a Dios, que jamás tuvo una palabra de compasión por ellos en la biblia. ¿Por qué?: ¿No leyeron la biblia?, en ninguna parte habla sobre los animales ¿Cómo el demonio puede caber en el alma de una culebra o en el alma de un cerdito, que son unos animales indefensos e inocentes? El demonio solo puede caber en el alma de un ser despreciable y asesino, y este es el del hombre. El único que masacra a los animalitos en los mataderos para que después se los coma y luego los excrete en los ríos, para que después estos se contaminen y desaparezcan sin antes seguir contaminando el mar. Dios es injusto con los animales y su iglesia sigue incentivando esto, ¡hijos de puta!.
Luquitas, tú tienes una ventaja sobre mí, y es que te vas a morir y dejaras el horror de la conciencia, y encima te llevaras todos mis recuerdos a la tumba para recordarlos una y otra vez. Y sin embargo yo no tengo nada más que esta penita en el alma. Por ti, hermanito mío.
A veces nosotros llegamos a un punto en la vida donde nos pega tan fuerte la realidad que no sabemos qué hacer. Mi hermano se moría, se me estaba adelantando. Y por sobre las rutas de los recuerdos, me vi por aquella carreterita de mi infancia llorando, una tarde con mi hermano. Y felices, inconscientes, despilfarrando el chorro de nuestras vidas, vivimos inconscientemente lo mejor, que ya no volverá.
—Paolo —susurró Lucas, deteniéndome en plena humareda de recuerdo—, ¿Por qué me tengo que morir? —era una pregunta obvia, parecía que aún no aceptaba que moriría.
—Pues, porque te metiste toda clase de drogas, y te acostaste con tantas y tantas personas, y sin protección ¿Cómo no vas a contagiarte de sida?, ¡cabrón!
Sus grandes ojos fulgurantes se dirigieron a mí. Sin palabras. Me miró el alma, por entre mis ojos, muy impresionado, por tan terrible respuesta.
—Te quiero hermano —me dijo. Y los ojos se me encharcaban de lágrimas al ver su carita y recordar las tantísimas veces que reímos juntos ante el atardecer, en la finca de mis abuelitos.
—¿Cómo es no, Lucas?
—¿Qué cosa?
—Los años al final de cuentas, se nos pasaron tan rápido por encima. El tren de la vida nos había golpeado tan pero tan fuerte. Y ya nos tenemos que ir tan pronto. Y tú más que nada. No me imagino la vida sin ti, hermanito querido.
Te amo Lucas, tú eres mi único hermano y jamás te olvidaré.
Los días pasaron muy rápido. El tiempo cuando más lo deseas, más rápido se te escapa. Y al final la dulce muerte, mi amada meretriz, se lo llevó. Se lo llevó, como siempre se lleva lo mejor de la vida. Es fácil morirse, que quedar vivo y perder a los seres queridos. Luquitas te extraño y no sabes cuánto.
—Muerte, pero que injusta eres.
—¿Por qué lo dices?
—Te llevaste a Luquitas y a mí me dejaste para sufrirlo
—¿Sufrirlo por qué?
—Lo extraño bastante. Ya no quiero vivir.
—No seas tonto, Paolo, ¿crees que él quisiera verte así? La vida continúa; la vida es corta; no hay tiempo para tristezas. Disfruta la vida, antes que venga yo por ti.
—¡Pero te lo llevaste!, y me dejaste este gran vacío en el corazón.
—Yo no te di nada, el vacio es tuyo, ya lo tenías desde hace mucho tiempo. Acá, tú eres el malo.
—¿Y yo por qué?
—¿Querías que siga en esta casa agonizando, viviendo sus últimos días en el sufrimiento absoluto?, mejor me lo llevaba, antes de que siga atormentando con su conciencia y sus desesperanzas. A parte, no debes ser egoísta y mantenerlo vivo, Paolo, él se quería morir y obedecí a sus suplicas.
«Obedecía, ¡ja!. Obedeció a mi hermano, y jamás obedeció a mi suplica de morirme junto con Luquitas». Y como es de sabido, la muerte, tenía razón. Lo que hablaba, eran más los años y la experiencia, que su profesión misma. Luquitas se había ido, y una parte mía con él, ahora comprendo: Que bueno que se fue Luquitas, que ya estaba sufriendo demasiado.
Después de todo, la vida, seguía siendo un desastre, una caída en picada. El todo bondadoso me había quitando a todos mis seres queridos. Y me había dejado vivir con el horror de la recordarlos y llorarlos, día tras día, noche tras noche, a donde vaya con su locura.
¿Y ahora qué hago?, Luquitas se me había ido, así, tan rapidito. Se me había adelantado, me había ganado. Lucas te extraño y no sabes cuánto. Espérame, tarde o temprano nos volveremos a juntar, con mamá, con papá, con nuestros abuelitos y todo lo que nos hizo feliz. Espérame, que cuando muera te buscaré en donde sea que te encuentres. Y ahí sí, ahí seremos felices. Tú fuiste lo mejor que me pasó en la vida, te quiero mucho.
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